lunes, 9 de enero de 2012

1.- Un chico de ciudad.

Mi nombre es Aderyn Brillosolar, nací en Lunargenta capital. Tengo ciento diez años y soy sacerdote beloriano. He cursado estudios en el Templo de la Ciudad de Lunargenta durante cinco años. Mi padre es maestro de obras, se encuentra al cargo de la reconstrucción de la zona noreste de la ciudad. En cuanto a mi madre, Laurelin Brillosolar, se marchó de casa cuando yo era un niño. Se fue con su amante, un tipo alto con los puños grandes que olía a vino.

Recuerdo que el día que mi madre se fue, mi padre me cogió de la mano, aún con la marca de los nudillos de ese hombre en la cara y me llevó a mi habitación. Me sentó en una silla y me dijo, mirándome entre las rendijas de sus ojos amoratados: "Aderyn, eftudia mucho y hafte un hombre fuete para que, fi el día de mañana defcubref al amante de tu mujer dentro del armario, feaf tú quien le de una palifa." Después, escupió dos dientes rotos.

Ahora, mi padre tiene tres dientes de yeso y una decepción más. Porque crecí y no me hice fuerte. Mi padre hubiera querido que fuera guerrero o algo así, pero la verdad es que por mucho que entrenaba, mi anatomía tenía un límite. Soy capaz de pegarle a una puerta de madera sin romperme los nudillos, tampoco es que sea un flojo. Pero en fin, no soy ese hijo musculado y aguerrido que hace sentir orgullosos a sus padres, en concreto a un padre lleno de traumas y obsesionado con la importancia de la fuerza bruta. Por suerte, demostré una buena capacidad para el estudio y pronto sentí la llamada de la fe. Eso en cierto modo consoló a mi padre, aunque no era lo que él soñaba para mi.

Por eso empezó a ponerse pesado con lo del ejército.

—Deberías hacer cosas más de chicos de tu edad —me decía—, como ir a los bailes, o salir a las tabernas o ir con chicas. Eso de la ornitología suena muy raro.

Yo intentaba explicarle acerca del mágico encanto que puede hallarse a través de la contemplación sosegada de la naturaleza, el disfrute que proporciona escuchar el canto de los pájaros y lo variado de sus trinos. Le hablaba de especies y de plumajes. Pero él, dale que te pego con lo de las tabernas y las chicas.

La decepción de mi padre se convirtió poco a poco en franco descontento. Una cosa era tener un hijo sacerdote, pero mis aficiones apacibles como la caligrafía, las maquetas, el encaje de bolillos y tocar la flauta travesera por algún motivo comenzaron a hacérsele insoportables.

Y la verdad es que por eso estoy aquí ahora. No, no es que me haya echado de casa. Es algo mucho peor que eso.

Me inscribió en el ejército.

—¡No! —dije yo, al enterarme.

—Si —dijo él —Tienes que hacerte un hombre.

—Pero soy sacerdote. ¿Qué pinta un sacerdote en el ejército?

—Serás sanador de combate.

En el ejército siempre hacen falta, al parecer. Si no no me explico que me hayan aceptado. No tengo experiencia y ni siquiera he recibido formación militar, pero eso no parece importarles. Los instructores que me recibieron en el cuartel me miraron con un poco de desazón. Me midieron, me pesaron y me preguntaron lo que sé hacer. Luego me dieron un número y me han dicho que venga aquí, al barracón seis, y me instale.

Estoy en la puerta, con el macuto al hombro, preguntándome si he encontrado el sitio o me he vuelto a equivocar. He entrado antes por error en dos letrinas y en una cuadra llena de zancudos que me han picado la cabeza y me han despeinado. Supongo que el enorme número seis pintado con brocha que hay en la puerta es una buena señal, pero de ahí dentro salen unos sonidos espantosos.

Gritos, risotadas diabólicas, golpes. Y juraría que eso ha sido un pedo. Ahora se ríen otra vez.

El cuartel en el que estoy se encuentra en el linde entre las Tierras Fantasma y el Bosque Canción Eterna. Es un edificio militar bastante sencillo, con vistas a las montañas oscuras llenas de arañas y por el otro lado, al río. Podría ser peor. Llamo a la puerta y espero.

Nadie abre. Sigue escuchándose alboroto.

Vuelvo a llamar a la puerta, un poco más fuerte. Espero. Nadie abre.

Vuelvo a llamar a la puerta. Os he dicho que puedo golpear una con el puño bastante fuertemente sin romperme los nudillos, y eso hago. No me los rompo, pero me hago daño. Entonces alguien abre, aunque por su cara, parece que no esperaban a nadie.

—Voy a echar una mea...—aquí es cuando me ve. —...da. Hola.

Es un elfo alto y con el pelo largo y suelto, de color rojo. Me sonríe amablemente, mirando alrededor.

—Hola —respondo.

—¿Te has perdido? —me dice.

—Si, varias veces. Una vez, yendo por el bosque buscando un mirlo...

—No, digo que si te has perdido ahora.

—Espero que no. ¿Es el barracón seis?

El elfo asiente. Me mira extrañado.

—¿Venías aquí?

—Sí, me han dicho que me instale.

El elfo me mira aún más extrañado.

—Espera, ¿eres un nuevo?

—Sí.

El elfo sonríe. Yo le devuelvo la sonrisa, pensando que es bastante simpático.

Veinte minutos más tarde, ya no lo pienso. De hecho, veinte minutos más tarde, pienso que son todos unos malditos desgraciados y que ojalá les parta un rayo. Nadie me había dicho nada acerca de las novatadas. Estoy atado a una silla, me han hecho dos coletas y me han pintado gafas con un carboncillo. Ahora están poniéndome flores, trozos de papel -seguramente sucios- y gritando. Gritando. Qué escandalosos son.

—¡Y ahora le sacamos en procesión! —exclama uno.

Se escucha un coro de carcajadas. Y mientras se me llevan en volandas, levantando la silla, para pasearme por el cuartel y hacerme quedar en ridículo, empiezo a pensar seriamente que esto es una prueba que me pone Belore para ejercitar mi paciencia. Bueno, paciencia tengo. Algún día estaremos en el campo de batalla y ellos estarán en peligro y yo les tendré que proteger.

Entonces se van a cagar.

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