miércoles, 11 de enero de 2012

2.- Soldados

Cuando a uno le hablan del ejército le vienen a la mente las imágenes de los desfiles, de los soldados bien vestidos con sus uniformes, las espadas brillantes y esa expresión en el semblante de héroes dignos y marciales. Eso es lo que vemos los ciudadanos de a pie los días de celebración. El repiqueteo rítmico de las botas y los cánticos y los himnos y todo eso. La verdad es que no sé qué me imaginaba que sería. Pero esto dista mucho de cualquier cosa que pudiera esperar.

Estoy limpiándome los tiznes de la cara mientras una pandilla de elfos alborotadores, semidesnudos y escandalosos deshacen mi equipaje y se ríen de mis cosas.

—¡Mirad, un estuche de jabones! —grita uno. Se escuchan carcajadas.

—¡Mirad, mirad! ¡Libros! —grita otro. Se ríen aún más fuerte.

—¡Y vestidos!

Cada risotada que escucho me provoca más ardor de estómago. Cuando me doy la vuelta, un soldado rubio lleva una de mis togas colgando de mala manera sobre los hombros y hace como que lee un libro mientras se echa perfume de mi pulverizador. Los demás palmean y silban y lanzan vítores, y algunos hasta intentan mirarle debajo de la toga.

—¿Quien soy, quien soy?

—¡El nuevo! —gritan.

—No toquéis mi tratado, por favor —les digo, intentando conservar la calma, aunque me está dando el tic en el ojo y siento aumentar mi tensión arterial de una manera aterradora.

—¿Qué tratado? —dice el rubio.

—El que tengo aquí colgado —suelta otro, un tipo de pelo negro recogido en una coleta.

Por favor. ¡Pero qué grosería! Y todos estos riéndose otra vez.

—¡Ya está bien, dejad mis cosas!

—Venga, no te quejes tanto, nenaza. Si empiezas así no vas a durar ni una merienda en este cuartel —me dice otro.

—Pues más vale que nos dure. Este libro es un libro de esos de curas. Trata...do...sobre... qué palabras más difíciles. ¿Sanación?

Miro con furia al rubio que está hojeando mi tratado.

—¡No jodas! ¿Es un sacerdote? —otra vez el moreno, con los tacos y las palabras soeces.

—Deja de decir groserías —le reprendo, aprovechando que empieza a hacerse el silencio poco a poco. Me acerco a recuperar mis cosas, sintiendo todas las miradas fijas en mí.

Decido fruncir el ceño. Estoy asustado porque estos tipos son muy grandes y hacen mucho ruido, aunque todos tienen la mirada limpia y un poco ovejuna propia de la gente simple. No quiero que se den cuenta de que estoy asustado, así que prefiero parecer enfadado, pero no sé si me sale muy bien. Cuando estoy a punto de llegar con cierta dignidad hasta mis objetos personales, me tropiezo y me caigo dentro de mi propio macuto. Vuelven a oírse risas.

—¡Sacerdooote!¡Sacerdooote! —comienzan a corear entonces.

Me sacan del macuto, no sé ni cómo. Alguien me coge de un sobaco, otro de una pierna.

—¡Sacerdooote! ¡Sacerdooote!

Tengo miedo. Parecen una secta. ¿Irán a sacrificarme a su dios pagano?

—¡Sacerdooote! ¡Sacerdooote!

Me arrojan sobre una manta y comienzan a sacudirla. Abro mucho los ojos al ver que el techo se acerca a mí y me tapo la cara. Les oigo elevar los cánticos y, cuando miro entre los dedos, veo sus rostros terribles con grandes sonrisas. Parecen contentos. ¿Me querrán comer?

Cuando el terrible ritual iniciático termina, alguien me pone en el suelo. Yo me tambaleo. Me mantienen erguido y en pie a base de golpes en la espalda con las palmas de las manos y apretones en los hombros. Todos hablan a la vez. Me miran, saludándome con esos gestos primitivos y supongo que viriles. Entonces comprendo que esto es lo que mi padre espera de mí y una profunda depresión se mezcla con las ganas de vomitar que me han dado cuando me manteaban.

—¡Tenemos sanador! ¡Cojonudo!

—¡Esto hay que celebrarlo!¡Belnar, saca la botella de vino que tienes escondida en el colchón!

—¿Yo? Yo no tengo ninguna.

—¡Qué suerte la nuestra! ¡Ahora no moriremos!

Sus caras dan vueltas a mi alrededor. Estoy empezando a ver doble. El tipo al que tengo delante debe haberse dado cuenta porque me vuelve a levantar en vilo como si fuera un saco y me sienta encima de un jergón que huele a sudor y a pies. Luego me sonríe. Es el pelirrojo.

—No te agobies, chaval. ¿Como te llamas?

Hombre, algo de humanidad. Intento sonreír sin vomitar.

—Aderyn.

—¡Se llama Aderyn! —exclama alguien que nos ha escuchado —. Es difícil de rimar, pero id buscando un mote.

Lo que faltaba. Suspiro. El pelirrojo me tiende la mano, con una risilla. La estrecho con poca fuerza.

—Bienvenido, Aderyn. Yo soy Eloras, soy tirador. El rubio de allí es Firindel, ese es Algarith, aquél es Daerelion, ese de ahí Belnar...

Intento memorizar los nombres de todos, sin mucho éxito. Se ha formado un corro y están celebrando algo. Alguien ha sacado una botella y han formado una especie de zona de juego uniendo un par de sillas. Han colocado un vaso en el centro y están tratando de encestar una moneda. Parece que se han olvidado de mi.

—Ah... me han dicho que tenía que instalarme aquí. Voy a ser vuestro sanador.

—Ya, nos lo hemos imaginado —Eloras sonríe. Me alivia, en cierto modo. Todo esto no parece tan desagradable cuando alguien te habla de forma normal y te sonríe —. Alastar se alegrará. Es el que se lleva más golpes.

—¿Quién es Alastar?

Me señala al tipo que ahora mismo está tirando la moneda. Es un elfo de pelo negro, muy bien parecido, que apunta al vaso mientras se muerde la lengua.

—Ugh... —se me escapa la queja —El de las groserías. Cómo no.

El tipo moreno falla la tirada y tiene que beber. Mientras lo hace, se da cuenta de que le estoy mirando y me sonríe, con un hilo de vino escurriéndose por su comisura.

—¡Eh, chaval! ¡Ven a jugar!

Frunzo los labios en una mueca de asco y vuelvo la cara. Le pido a Eloras que me indique cuál es mi lecho y me lleva a una cama desvencijada que, por el olor, alguien ha estado utilizando de urinario. Mientras estoy estudiando la forma de cubrir ese colchón infame con parte de mi ropa para poder dormir sin morir de gangrena e infección se escucha otro sonoro pedo, seguido de varios más. Al girarme, ya tan asqueado que siento la necesidad de reprenderles y pedirles que dejen de molestar, veo que el rubio está haciendo pedorretas con la mano debajo de su axila mientras otro bebe y todos ríen con cara de idiotas.

Levanto la mirada hacia el techo.

La próxima vez que vea un desfile no volverá a ser lo mismo.

lunes, 9 de enero de 2012

1.- Un chico de ciudad.

Mi nombre es Aderyn Brillosolar, nací en Lunargenta capital. Tengo ciento diez años y soy sacerdote beloriano. He cursado estudios en el Templo de la Ciudad de Lunargenta durante cinco años. Mi padre es maestro de obras, se encuentra al cargo de la reconstrucción de la zona noreste de la ciudad. En cuanto a mi madre, Laurelin Brillosolar, se marchó de casa cuando yo era un niño. Se fue con su amante, un tipo alto con los puños grandes que olía a vino.

Recuerdo que el día que mi madre se fue, mi padre me cogió de la mano, aún con la marca de los nudillos de ese hombre en la cara y me llevó a mi habitación. Me sentó en una silla y me dijo, mirándome entre las rendijas de sus ojos amoratados: "Aderyn, eftudia mucho y hafte un hombre fuete para que, fi el día de mañana defcubref al amante de tu mujer dentro del armario, feaf tú quien le de una palifa." Después, escupió dos dientes rotos.

Ahora, mi padre tiene tres dientes de yeso y una decepción más. Porque crecí y no me hice fuerte. Mi padre hubiera querido que fuera guerrero o algo así, pero la verdad es que por mucho que entrenaba, mi anatomía tenía un límite. Soy capaz de pegarle a una puerta de madera sin romperme los nudillos, tampoco es que sea un flojo. Pero en fin, no soy ese hijo musculado y aguerrido que hace sentir orgullosos a sus padres, en concreto a un padre lleno de traumas y obsesionado con la importancia de la fuerza bruta. Por suerte, demostré una buena capacidad para el estudio y pronto sentí la llamada de la fe. Eso en cierto modo consoló a mi padre, aunque no era lo que él soñaba para mi.

Por eso empezó a ponerse pesado con lo del ejército.

—Deberías hacer cosas más de chicos de tu edad —me decía—, como ir a los bailes, o salir a las tabernas o ir con chicas. Eso de la ornitología suena muy raro.

Yo intentaba explicarle acerca del mágico encanto que puede hallarse a través de la contemplación sosegada de la naturaleza, el disfrute que proporciona escuchar el canto de los pájaros y lo variado de sus trinos. Le hablaba de especies y de plumajes. Pero él, dale que te pego con lo de las tabernas y las chicas.

La decepción de mi padre se convirtió poco a poco en franco descontento. Una cosa era tener un hijo sacerdote, pero mis aficiones apacibles como la caligrafía, las maquetas, el encaje de bolillos y tocar la flauta travesera por algún motivo comenzaron a hacérsele insoportables.

Y la verdad es que por eso estoy aquí ahora. No, no es que me haya echado de casa. Es algo mucho peor que eso.

Me inscribió en el ejército.

—¡No! —dije yo, al enterarme.

—Si —dijo él —Tienes que hacerte un hombre.

—Pero soy sacerdote. ¿Qué pinta un sacerdote en el ejército?

—Serás sanador de combate.

En el ejército siempre hacen falta, al parecer. Si no no me explico que me hayan aceptado. No tengo experiencia y ni siquiera he recibido formación militar, pero eso no parece importarles. Los instructores que me recibieron en el cuartel me miraron con un poco de desazón. Me midieron, me pesaron y me preguntaron lo que sé hacer. Luego me dieron un número y me han dicho que venga aquí, al barracón seis, y me instale.

Estoy en la puerta, con el macuto al hombro, preguntándome si he encontrado el sitio o me he vuelto a equivocar. He entrado antes por error en dos letrinas y en una cuadra llena de zancudos que me han picado la cabeza y me han despeinado. Supongo que el enorme número seis pintado con brocha que hay en la puerta es una buena señal, pero de ahí dentro salen unos sonidos espantosos.

Gritos, risotadas diabólicas, golpes. Y juraría que eso ha sido un pedo. Ahora se ríen otra vez.

El cuartel en el que estoy se encuentra en el linde entre las Tierras Fantasma y el Bosque Canción Eterna. Es un edificio militar bastante sencillo, con vistas a las montañas oscuras llenas de arañas y por el otro lado, al río. Podría ser peor. Llamo a la puerta y espero.

Nadie abre. Sigue escuchándose alboroto.

Vuelvo a llamar a la puerta, un poco más fuerte. Espero. Nadie abre.

Vuelvo a llamar a la puerta. Os he dicho que puedo golpear una con el puño bastante fuertemente sin romperme los nudillos, y eso hago. No me los rompo, pero me hago daño. Entonces alguien abre, aunque por su cara, parece que no esperaban a nadie.

—Voy a echar una mea...—aquí es cuando me ve. —...da. Hola.

Es un elfo alto y con el pelo largo y suelto, de color rojo. Me sonríe amablemente, mirando alrededor.

—Hola —respondo.

—¿Te has perdido? —me dice.

—Si, varias veces. Una vez, yendo por el bosque buscando un mirlo...

—No, digo que si te has perdido ahora.

—Espero que no. ¿Es el barracón seis?

El elfo asiente. Me mira extrañado.

—¿Venías aquí?

—Sí, me han dicho que me instale.

El elfo me mira aún más extrañado.

—Espera, ¿eres un nuevo?

—Sí.

El elfo sonríe. Yo le devuelvo la sonrisa, pensando que es bastante simpático.

Veinte minutos más tarde, ya no lo pienso. De hecho, veinte minutos más tarde, pienso que son todos unos malditos desgraciados y que ojalá les parta un rayo. Nadie me había dicho nada acerca de las novatadas. Estoy atado a una silla, me han hecho dos coletas y me han pintado gafas con un carboncillo. Ahora están poniéndome flores, trozos de papel -seguramente sucios- y gritando. Gritando. Qué escandalosos son.

—¡Y ahora le sacamos en procesión! —exclama uno.

Se escucha un coro de carcajadas. Y mientras se me llevan en volandas, levantando la silla, para pasearme por el cuartel y hacerme quedar en ridículo, empiezo a pensar seriamente que esto es una prueba que me pone Belore para ejercitar mi paciencia. Bueno, paciencia tengo. Algún día estaremos en el campo de batalla y ellos estarán en peligro y yo les tendré que proteger.

Entonces se van a cagar.